El acceso no es muy complicado, a pesar de la ausencia de indicaciones. Basta con preguntar a algún lugareño que te indicará amablemente a seguir. Después de bajar un enfangado sendero entre cafetales llegamos a la base de la catarata, de unos 15 metros de altura, donde paramos para hacer la pertinente foto y prepararnos para lo que nos aún aguardaba: la subida al tope. Toda una odisea saltando entre rocas deslizantes, terrenos escarpados, atravesando la espesa maleza del bosque tropical, hasta llegar a la cima. El esfuerzo valió la pena ya que aquí, justo antes del salto de agua, hay una pequeña poza donde es posible nadar y pasar un buen rato haciendo el gamba.
Pero si la primera parte del recorrido fue dura (aunque muy divertida), la segunda fue casi de película. Casi por instinto, seguimos una sinuosa senda, escalando pared arriba, valiéndonos de ramas y lianas para no resbalar y caer al vacío, hasta que dimos con otro camino algo más transitable que nos guió hasta la carretera principal. Sudorosos, embarrados, pero muy satisfechos retornamos a casa, contentos de haber salido indemnes de este recóndito paraje.
Para redondear el día, hicimos una cena internacional, con presencia canadiense, belga, holandesa, americana y costarricense. En representación española, cociné una paella que no me quedó mal a juzgar por la expresión de los comensales al concluir el banquete.
Paella y toros, ¿se puede ser más cañí?
Y esta misma tarde salgo para Guanacaste, en la zona noroeste del país, a celebrar una de los festivales con más solera en esta región, junto a un grupo de gente que ya tengo ganas de volver a ver. Otro viajecito que promete, a la vuelta seguiré contando.
¡Pura vida!
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